Contabilidad: ¿saldo a favor o en contra?
La noche del domingo tenía un mal presagio, la llamada entró cuando esperaba ansiosa por saber de él. Se escuchó un saludo cordial, frío, empezó diciendo... ya no recuerdo cómo fue, solo escuche “... necesito un tiempo”, había que hacer una auditoría de inmediato. Pensé que estaba escuchando un diálogo de una mala película de amor, pero la realidad me lanzó un golpe bajo, de esos que por no ser visto, me pegó en lo más recóndito de mi ser. Ni siquiera atiné a preguntar por qué, solo sentía la ausencia presentándose en mi cama, en mi cocina, en mi sala, en mi vida. La llamada seguía, pero yo estaba en automático, una defensa de quien no sabe cómo actuar en esas circunstancias. La situación no sabe de edades, no sabe de experiencias pasadas, solo se presenta y ya. No pregunta si puedes aceptarla, si estás preparada, ella ya está frente a ti. Solo me quedó aceptarla, casi pude sentir como mi dignidad estaba sosteniéndome por la espalda, estaba por caer de mi asiento, pero ella estaba dándome la fortaleza para seguir escuchando sin soltar el llanto, una nítida y brillante lágrima rebelde se asomó sin consentimiento. No dejaría que la dignidad se me escapara, aunque ella pugnaba por arrojarse en preguntas, ya no era el momento. Cuando terminó la llamada, solo pensé en empacar y alejarme lo más serenamente posible. No estaba en casa para poder llorar y desgarrarme con lamentos, ni siquiera podía hacer eso, también me lo había arrebatado. Una vez con mi rostro en la almohada, viendo el muro en la oscuridad, pasaron las horas, no supe cómo pude dormir, tal vez porque se estaba aclarando un asunto que estaba en el aire, un asunto que saltó desde su rincón en donde lo escondí hace tiempo atrás. No supe cómo pude dormir, solo recordaba que debía empacar y pedir que me llevara a mi lugar seguro, aún debía enfrentarlo. Cuando estuve lista, lo llamé y acudí a su encuentro para desayunar y decir adiós. Nunca había dolido tanto un adiós, un adiós consciente, un adiós con alivio, porque se acaba todo lo que pendía de una ligera cuerda gastada. Tomé mi maleta y el libro de contabilidad que contenía todo el amor que yo había aportado a la relación.
Era un amor un poco gastado, ya que a pesar de estar maduro, se había usado muy poco, de hecho era la primera vez que salía con él por delante. En él cabían todas las promesas dichas, los sueños compartidos, los planes. Durante el café, sacamos cuentas y mi saldo era a favor, el suyo... estaba en números rojos. Se tenía que terminar o terminaría en bancarrota. Opté por tomar mi libro con todo lo que pudiera rescatar. Después de sacar la contabilidad de la relación, acepté mis malos manejos, pero ni de cerca se parecían a los desfalcos de mi compañero. ¿Qué haces en esos casos, cuando ves el desfalco de quien confiabas? Nada, no haces nada, porque no hay valor alguno para rescatar. Tomas el resto de tu saldo y lo vuelves a guardar en la cuenta, solo te alejas dignamente. Él guardó mi maleta y noté un rasgo mezquino que hasta ese momento no había visto antes, palpo la maleta por si me llevaba su laptop. Al notar que lo observaba, una mirada de vergüenza cruzó por un instante su faz. Ahí acababa todo esperanza de reconciliación, ya habrá un nuevo emprendimiento en puerta donde no se cuestione mi capacidad y lealtad. Han pasado varios meses y el rendimiento del saldo es favorable. No he emprendido una compañía en sociedad, sé que deberá crecer antes, para poder ser una empresa que produzca ganancia para anotar en mi libro de contabilidad.
Amparo V. M.
09-09-2024_19-11-2024